La actual ola de inseguridad y violencia que azota al Perú debe servir como una oportunidad para
reflexionar sobre los circuitos de crimen que existen en nuestro país, y sobre cómo tanto el sector
privado como el sector público pueden contribuir a detenerlos. A lo largo de los años, hemos
sido horrorizados por crímenes “menores” o “de calle”, tales como asaltos, robos o secuestros al
paso, sin embargo, nos sorprendemos aún más cuando, al ver sobre las bandas criminales que
incurren en estos actos, descubrimos que están ligadas a organizaciones criminales mucho más
grandes y dotadas de una estructura compleja, lo cual puede luego dificultar tener una estrategia
para enfrentar al crimen. Un asunto que personalmente creo que es importante estudiar sin
embargo es el vínculo entre el crimen, las organizaciones criminales, y las economías ilegales, y
como esta combinación nefasta logra crear “la tormenta perfecta” para el caos y la inseguridad
en algunos puntos del país, donde reina el desgobierno total y absoluto. Para esto, construiré en
este artículo sobre dos casos que he tenido la oportunidad de estudiar de cerca por distintas
razones; siendo uno el tristemente célebre caso del VRAEM, y otro el de Chala, en la costa norte
del departamento de Arequipa.
El caso del VRAEM es uno que en el Perú todos conocemos a ultranza. La cuenca cocalera no
solo ha sido el centro de cultivo y producción de cocaína más importante del país, sino también
ha servido de un imán para atraer un sinfín de actividades económicas (formales, informales,
ilegales) que llegan ahí dada la lógica presencia de personas que, en búsqueda de un mejor futuro
para su familia, se sienten empujadas a formar parte de la economía dinámica que la hoja de coca
provee. De esta manera, en las localidades de San Francisco, Kimbiri, Pichari o Santa Rosa
resulta muy fácil encontrar hoteles, restaurantes, talleres o supermercados llenos de gente que
trabaja en las actividades económicas parasitarias del narcotráfico, muchas veces incluso siendo
estos negocios propiedad no de locales del VRAEM, sino de migrantes Huantinos,
Huamanguinos o Cusqueños atraídos por la posibilidad de tener un negocio propio próspero. El
dinamismo de la zona es tal que no resulta raro pasearse por Huanta o Huamanga y ver caravanas
de camionetas 4×4 que fungen de colectivos hacia las distintas localidades del valle del rio
Apurímac, así como paraderos repletos de gente haciendo cola por un asiento hacia la selva a lo
largo de la ruta, la cual, dicho sea de paso, no se encuentra asfaltada del todo.
Con estos brevísimos ejemplos quiero intentar poner a colación una realidad, y es que las
actividades ilegales, las cuales la población reconoce como tal muchas veces, son también
motores de economías locales, fomentando así un dinamismo que permite a mucha gente que,
ante la ausencia de oportunidades, encuentra en las actividades anexas que surgen de estas
economías ilegales una chance de llevar el pan a la mesa de sus hogares. Es así que nace la
pregunta que revuelve sobre como intervenir, desde el estado pero también desde el sector
privado, en los lugares donde priman economías ilegales, dado que esto no resulta ser solo una
pregunta de seguridad (no es un secreto las enormes vulnerabilidades sufridas por, por ejemplo,
la minera La Poderosa en Pataz), sino también de cómo ayudar a los ciudadanos a poder acceder
a oportunidades de seguir desarrollándose económicamente, así como el proveerles servicios
públicos básicos.
La mala fama que lugares como el VRAEM o Chala, así como Pataz o La Rinconada, han
adquirido a lo largo de los años no deben ser razón para ignorar la realidad compleja que la
población local afronta, y debe ser en cambio una motivación especial para diseñar políticas de
acompañamiento, ya que solo así podremos realmente combatir de una manera efectiva a las
economías ilegales.