En gran parte de Occidente, el hambre suele considerarse como la característica definitoria de la pobreza. Esta asociación no carece de fundamento: el primer Objetivo de Desarrollo del Milenio (ODM) establecido por las Naciones Unidas apuntaba explícitamente a reducir tanto el hambre como la pobreza. Históricamente, las líneas de pobreza se diseñaron en torno a umbrales nutricionales. No es sorprendente, por lo tanto, que los programas de asistencia alimentaria sigan siendo centrales en los esfuerzos de lucha contra la pobreza, con subsidios a gran escala en regiones como Oriente Medio, Indonesia e India. Sin embargo, la logística para entregar ayuda alimentaria a gran escala suele ser compleja y estar plagada de ineficiencias.
Una idea ampliamente aceptada en la economía del desarrollo es que la incapacidad de acceder a una alimentación adecuada representa una clásica “trampa de pobreza”. Una mala nutrición reduce la productividad física y cognitiva, lo cual perpetúa a su vez los bajos ingresos y la pobreza. Este problema puede ser aún más agudo para los trabajadores pobres, que a menudo realizan labores físicamente exigentes que requieren una mayor ingesta calórica.
Sin embargo, la evidencia empírica complica esta narrativa. Un estudio influyente de Jensen and Miller (2008) analizó los patrones de consumo de alimentos en China. En dos provincias, seleccionaron aleatoriamente hogares pobres para recibir un gran subsidio sobre un alimento básico—arroz en una región y fideos de trigo en la otra. Contrario a lo esperado, los beneficiarios del subsidio a menudo redujeron su consumo del alimento subsidiado y, en cambio, aumentaron la ingesta de productos más caros y sabrosos como camarones y carne. El efecto neto fue que el consumo calórico total permaneció sin cambios o incluso disminuyó en algunos hogares. Estos hallazgos sugieren que los pobres no necesariamente buscan maximizar la ingesta calórica o de nutrientes, sino que toman decisiones alimentarias basadas en preferencias de sabor y variedad.
El caso de India ofrece una perspectiva adicional. A pesar de décadas de rápido crecimiento económico, el consumo calórico per cápita ha disminuido de forma constante. Esta tendencia abarca todos los grupos de ingreso y categorías de nutrientes, excepto las grasas. Es importante destacar que este descenso no se debe a la caída de los ingresos ni al aumento de los precios de los alimentos—los ingresos reales han aumentado y los precios de los alimentos han disminuido en relación con los bienes no alimentarios. Una explicación plausible radica en las mejoras en la infraestructura sanitaria, particularmente en agua y saneamiento. La menor incidencia de enfermedades diarreicas y las menores tasas de trabajo físico pueden haber reducido los requerimientos calóricos.
A nivel global, la escasez de alimentos ya no representa la principal limitación que solía ser. En 1996, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) estimó que la producción mundial de alimentos era suficiente para proporcionar al menos 2,700 calorías diarias a cada persona en el planeta. Los avances en tecnología agrícola y la difusión de cultivos de alto rendimiento como la papa —responsable de aproximadamente el 12% del crecimiento de la población mundial entre 1700 y 1900— han desempeñado un papel crucial en este logro. Hoy en día, donde persiste el hambre, se trata en gran medida de un problema de distribución y acceso, no de oferta absoluta.
Las perspectivas históricas ilustran aún más la interacción entre nutrición y capacidad económica. El laureado con el Premio Nobel Robert Fogel demostró que, durante la Edad Media y el Renacimiento, la producción de alimentos en Europa a menudo no alcanzaba para proveer suficientes calorías a toda la población trabajadora. Esta insuficiencia se manifestaba en una mendicidad generalizada, ya que muchas personas carecían de la fuerza física necesaria para trabajar. Además, la escasez de alimentos coincidía con episodios de caza de brujas (1500–1800), particularmente durante épocas de malas cosechas o disminución de las reservas de peces. Las mujeres solteras, especialmente las viudas—consideradas improductivas, pero aún dependientes de alimento—eran desproporcionadamente sen ̃aladas. En una lógica económica sombría, estos actos de chivo expiatorio reflejaban intentos de reasignar recursos escasos hacia quienes se percibían como económicamente valiosos.
En años recientes, los efectos del programa nacional Qali Warma (o su versión actual) sobre la anemia han recibido poca atención académica. Como intenté explicar anteriormente, estudiar la eficacia de las políticas alimentarias es una tarea compleja. Hasta donde tengo conocimiento, solo un artículo publicado en una revista arbitrada ha abordado este tema, con hallazgos poco alentadores (Francke and Acosta, 2021). La evidencia presentada en dicho estudio indica que el programa no puede ser acreditado con la reducción ni de la anemia ni de la desnutrición crónica infantil. Además, el número de meses que un niño participa en el programa no resulta estadísticamente significativo en ninguna de las especificaciones—lo que sugiere que la intensidad del tratamiento no contribuye a mejoras en ninguno de los dos resultados. Una explicación plausible es la sustitución de alimentos entre el hogar y la escuela, donde los desayunos preparados en casa podrían contener niveles más altos de hierro y proteínas en comparación con los provistos por Qali Warma (Lavado et al., 2019; Francke and Acosta, 2021). Evaluar la eficacia de nuestra principal herramienta de política pública para combatir la anemia es, por lo tanto, de vital importancia.
Francke, P. and Acosta, G. (2021). Impacto del programa de alimentación escolar Qali Warma sobre la anemia y la desnutrición crónica infantil. Apuntes, 48(88):151–190.
Jensen, R. T. and Miller, N. H. (2008). Giffen behavior and subsistence consumption. American Economic Review, 98(4):1553–1577.
Lavado, P., Barrón, M., et al. (2019). Evaluación de impacto del programa nacional de alimentación escolar Qali Warma: informe completo.