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Poder y sucesión: Repensando la vicepresidencia en el Perú

Por Santiago Bedoya Pardo 

    Durante los últimos años, el rol de la vicepresidencia de la república ha cobrado una significancia y protagonismo sin precedentes en la historia independiente del Perú. Sea a través de la sucesión presidencial gatillada por la renuncia de Pedro Pablo Kuczynski en 2018 o la vacancia de Pedro Castillo tras su intento de golpe de estado en 2022, la última década ha visto 2 instancias de sucesión presidencial tomando lugar, facilitando el ascenso de tanto Martín Vizcarra como Dina Boluarte a Palacio de Gobierno.

    Pese a parecer hasta cotidiano a ojos de la opinión pública, ante la cual se ve poco probable que un presidente electo logre terminar su mandato, la sucesión presidencial es un fenómeno ‘extraño’ desde la breve presidencia de Serapio Calderón, quien sucedió en el cargo a Manuel Candamo a principios de s. XX. Los últimos años han visto la ‘normalización’ de un fenómeno poco común para nuestra república, una ‘normalización’ que hace que valga la pena repensar el modelo vicepresidencial que rige en nuestro país – un ejercicio particularmente pertinente ante el pronto comienzo de la campaña electoral del 2026.
   Como se sabe, una plancha presidencial se ve conformada por 3 figuras – la del presidente, el primer vicepresidente, y el segundo vicepresidente. En tiempos de campaña electoral, las identidades de dos tercios de la plancha presidencial tienden a ser una incógnita para la abrumadora mayoría de electores, facilitando no solamente la alienación con la institución presidencial en el caso de ser gatillada la sucesión, pero, además, una pérdida de legitimidad por parte del poder ejecutivo. El caso de la presidencia de Dina Boluarte es ilustrativo de ambas problemáticas.
   Durante un quinquenio presidencial ‘ordinario’, es decir, cuando la cabeza de la plancha, el presidente, logra terminar su mandato, las vicepresidencias son rara vez centros gravitacionales de relevancia política. Durante el último quinquenio presidencial ‘ordinario’, el de Ollanta Humala, se pudo ver esto, con la breve excepción de las controversias alrededor de la renuncia de Omar Chehade a la segunda vicepresidencia.

   Un vicepresidente carece de salario y responsabilidades oficiales, excepto por quedar como encargado del despacho presidencial en caso el presidente se encuentre fuera del país o indispuesto (como se daría, por ejemplo, en caso necesitase ser sometido a un proceso quirúrgico). En muchas ocasiones, hemos visto como el presidente de turno intenta ofrecerle cierta estabilidad, tanto salarial como política, a quien ocupa dicho cargo, ya sea a través de nombramientos ministeriales o al llevar al vicepresidente en sus listas parlamentarias. Para el primer caso, solo necesitamos pensar en el rol desempeñado por Dina Boluarte a la cabeza del Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social (2021-2022), y en el segundo caso, la labor parlamentaria de Mercedes Aráoz como congresista de la bancada “Peruanos Por el Kambio” (2016-2019).

   Existen diversos modelos en nuestra región que permiten repensar la figura de la vicepresidencia. Una opción, potencialmente desestabilizadora y populista, sería su abolición. Esto respondería al no poco común llamado a elecciones generales que se ve con la caída de cada jefe de estado directamente electo. Se vio, por ejemplo, tras el ascenso de Dina Boluarte en diciembre del 2022. Sin embargo, el reabrir la caja de Pandora electoral con la caída de cada jefe de estado supondría un ciclo potencialmente interminable de inestabilidad política, la cual tendría nefastos efectos sobre la inversión privada en nuestro país.

    También existe el modelo estadounidense, el cual comparte ciertas similitudes con el argentino. Eliminar la segunda vicepresidencia, la cual de por si es un apéndice histórico del s. XIX, y empoderar al vicepresidente como una figura que facilite el diálogo entre el ejecutivo y el poder legislativo, ya sea de forma oficial como cabeza de la cámara alta, o como un y vocero oficial del poder ejecutivo, una función hoy en día asumida por el premier, quién debería más bien cumplir un rol como el máximo agente “multiusos” del poder ejecutivo.

   La segunda opción permitiría no solo la institucionalización de la figura del vicepresidente dentro de nuestro sistema político, pero también su visibilización ante el ojo público. Al introducir al vicepresidente como un agente de rol activo en el hacer político de país, se facilitaría su aceptación como sucesor legítimo del presidente en caso de gatillarse la sucesión presidencial, evitando la erosión de la institucionalidad de la presidencia que se ve hoy en día bajo con la ya mencionada Boluarte.

    Al mismo tiempo, se podría desincentivar a un poder legislativo hostil de buscar la vacancia presidencial. Al permitir que el vicepresidente se establezca como un ente capaz de accionar poder político propio, estableciendo una base política institucionalizada en su rol como vocero y coordinador de iniciativas particulares del ejecutivo, se podrían reducir los incentivos del legislativo de ponerlo a la cabeza del estado en función de títere, puesto a que este desarrollaría un personaje político propio. Al depender del ejecutivo para ejercer dicho rol, dicho vicepresidente único ya no actuaría como una tabula rasa para las ambiciones particulares del legislativo, reduciendo el oportunismo asociado a la vacancia presidencial.
    Fortalecer la vicepresidencia, a través de su modernización y reforma, supone un esfuerzo en pro de la estabilidad política del país, y tras más de 160 años sin hacerlo, parece ya ser hora de repensar su rol en la res publica.
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